ESPN había asignado para el domingo apenas 1 horas 15 minutos a la transmisión de las 300 Millas de Las Vegas de la IndyCar. Como la carrera iba a durar entre 90 y 120 minutos, decidí hacer vacío mediático hasta la repetición de lunes de tarde, de 2 horas de duración.
Cuando dudaba entre seguir mirando distraídamente uno de los deportes más aburridos del mundo (el béisbol), hacer zapping sonámbulo o irme a dormir, me topé con una periodista de la sección deportiva de la BBC diciendo con esa voz británica desapasionada “he got crashed during the last race of the season”. Logré cambiar de canal a tiempo, pero mi cabeza empezó a maquinar.
Enseguida pensé en la IndyCar: chocó Power o Franchitti. Como uno es escocés y tricampeón, es razonable que la BBC lo mencionara si lograba su cuarto cetro, o si lo perdiera ante el australiano estrellándose contra el paredón. O tal vez fuera Dan Wheldon, también británico y quien corría por 2,5 millones de dólares largando desde la fila 17.
Luego me acordé de que hay docenas de campeonatos de automovilismo y motociclismo que cierran su temporada a esta altura del año. No la Fórmula 1 ni el Mundial de Motociclismo de Velocidad, pero sí otros como el Británico de Turismos. Si la BBC mencionaba el choque, entonces seguramente habría sido espectacular.
O trágico.
¿Había fallecido algún piloto famoso, alguna figura conocida para mí, algún ídolo de todos los tuercas?
Tenía que esperar hasta el lunes para averiguarlo. Serían muchas horas de espera, tan fáciles de cortar entrando cualquier sitio de noticias del motor para saciar la curiosidad, pero tan deseadas de que no transcurrieran nunca, con tal de que ninguna figura del deporte se alejase de mi vista.
Llegó el lunes, y en vez de la IndyCar pasaron MotoGP. La siguiente repetición era el jueves. Debí soportar tres días más sin visitar medios deportivos, lo cual fue toda una proeza. Llegó el jueves y pasaron la American Le Mans Series. Algo serio debía de haber pasado. Y así había sido.
15 autos de 34 quedaron desparramados por la pista en un solo choque, y entre ellos estaba Dan Wheldon. Por buscar ganarse una fortuna, la fortuna se lo llevó.
En el chat que la IndyCar organizó el sábado pasado, yo les había preguntado a los tres entrevistados cómo querían ser recordados en 25 años. Dan Wheldon respondió que quería ganar las 500 Millas de Indianápolis y el campeonato varias veces más. Como tantos otros, no tuvo oportunidad de volver a intentarlo.
Girar dos horas seguidas a 360 km/h con 20 autos separados por centímetros es una locura. Es de tontos negarlo. Pero también los es acelerar a 300 km/h en las tortuosas calles de Mónaco, los peraltes de Bristol o las sinuosas rutas de la Isla de Man, o correr dos semanas sin descanso por los desiertos americanos. La comparación es odiosa y más aún, inservible: en todos casos son peligros excesivos.
También es de locos ir a 140 km/h en una ruta nacional, o vivir trabajando catorce horas por día, o llenarse la panza de asado hasta reventar. Todos somos locos, todos corremos peligros innecesarios, todos cada tanto tratamos de hacer más de lo que somos capaces. Es admirable, y a veces necesario, o al mismo tiempo incomprensiblemente demencial.
Algunos seguirán con ganas de volver a Indianápolis cada mayo, con la esperanza de que rodeados de cuatro centímetros de espuma de los nuevos chasis Dallara sobrevivirán la aventura. Otros seguirán subiéndose a karts y monoplazas con la esperanza en convertirse en el siguiente héroe. Otros seguirán volviéndose a sentar al volante de noche cuando apenas pueden caminar en línea recta. Cada uno volverá a su propia locura.
Y otros seguirán huyendo de todo peligro, ignorando que en última instancia el peligro está dentro de cada uno.
Ignacio Bettosini
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